#Lamentable || ENCUENTRAN SEÑORITA FALLECIDA EN… Ver más

Lukas se quedó largo rato con la carta en las manos, incapaz de soltarla. El papel temblaba ligeramente entre sus dedos, como si también sintiera el peso de aquellas palabras. La letra de Emilia era clara, serena, sin una sola vacilación — la misma con la que solía dejarle pequeñas notas junto a la taza de café: “Te amo.” Pero esta vez no era una declaración de amor. Era algo completamente distinto.
“Lukas, sé que lo que estás a punto de leer te dolerá. Pero debes saber que no lo hago para castigarte. Lo hago para liberarte. Y quizá, de alguna forma extraña, también para liberarme a mí misma.
¿Recuerdas que te pedí un solo regalo? Pensaste que era un capricho, una simple excusa para retenerte un poco más. Pero para mí era una promesa: que al menos una vez escucharías sin preguntar, sin juzgar.
No quería que te quedaras. Sabía que ya te habías ido mucho antes de marcharte — con cada silencio, con cada mirada vacía. Solo quería que entendieras lo que estabas perdiendo. No a mí, Lukas, sino algo más profundo: la forma en que alguien puede amarte sin medida.”
Lukas sintió cómo el pecho se le cerraba. Quiso dejar de leer, pero algo dentro de él se lo impedía. Cada frase dolía más que la anterior.
“Comprendí que el amor no muere cuando uno se va. Muere cuando dejas de mirar atrás. Yo miré durante demasiado tiempo. Esperé una señal, un gesto, una sombra de miedo en tus ojos. Pero nunca llegó. Y en ese silencio empecé a desaparecer, poco a poco, pedazo a pedazo.
No te culpo, Lukas. Tal vez nunca aprendiste a amar de otra forma que persiguiendo lo nuevo. Pero déjame decirte un secreto: a veces lo nuevo no es otra persona. A veces lo nuevo es aprender a ver de nuevo lo que ya tenías.”

Lukas apoyó la cabeza sobre la mesa. Solo se oía el tic-tac del reloj, constante y monótono, como el latido cansado de un corazón que ya no puede más. En el aire aún flotaba su perfume — vainilla y bergamota. El mismo aroma que sentía por las mañanas cuando Emilia lo despertaba con una caricia.
“Siempre te preguntabas por qué no lloraba. Quizás porque ya había llorado todo. Cada vez que te sentí ausente, cada noche en la que el silencio pesaba más que las palabras.
Pero ya no quiero llorar. Quiero irme como tú — en silencio, con dignidad. Solo que yo no voy hacia otra persona. Voy hacia mí misma.”
Aquellas palabras lo atravesaron como una cuchilla. Por primera vez, Lukas comprendió que no había perdido solo a una mujer, sino un mundo entero: la calidez, la ternura, la paz que ella había construido a su alrededor.
De repente se levantó, empujando la silla con violencia. Empezó a recorrer la casa, abriendo cajones, buscando algo, cualquier rastro de ella. Pero no quedaba nada. Solo una bufanda, cuidadosamente doblada sobre el sillón. Su bufanda favorita, la que siempre llevaba en los días fríos.
La tomó entre las manos, y dentro del pequeño bolsillo sintió algo. Un anillo. El anillo. El que él mismo le había regalado una noche lluviosa, cuando prometió que “nunca se iría”.
Lukas cayó de rodillas. El anillo estaba helado, como si guardara dentro el frío de su ausencia. Y entendió entonces que Emilia no se había marchado solo de su casa. Se había marchado de él.
Siguió leyendo, con la vista nublada por las lágrimas que al fin habían decidido caer.
“Tal vez algún día vuelvas aquí. Abrirás la puerta, y el aire todavía olerá a mí, aunque ya no esté. Quizá entonces entiendas que el amor no es posesión. Es memoria.
Y el regalo que te pedí… recuérdalo, Lukas: nunca olvides cómo me perdiste. Solo así aprenderás algún día lo que significa amar de verdad.”
Debajo de la firma había una fecha — el día antes de su partida. Y más abajo, en una letra más pequeña, casi invisible:
“Búscame donde el sol se pone sobre el mar. Quizás todavía te perdone.”
A la mañana siguiente, Lukas condujo durante horas, sin rumbo. El camino lo llevó hacia el oeste, hacia el mar. Cuando llegó, el cielo se incendiaba en tonos dorados y carmesí. El viento olía a sal y a melancolía.
Caminó por la orilla, dejando huellas que las olas borraban de inmediato. Se sentó frente al horizonte. El mar estaba quieto, como si lo escuchara. En el murmullo del agua creyó oír su voz — suave, distante, casi real. Tal vez era el viento. Tal vez no.
Sacó el anillo del bolsillo. El metal brilló con el último reflejo del sol. Luego lo lanzó al mar. Los círculos en el agua se expandieron, se disolvieron, como los recuerdos que poco a poco dejan de doler.
Permaneció allí mucho tiempo, viendo cómo las estrellas aparecían una a una. El mar respiraba en calma, como si guardara un secreto.
Susurró:
— Te entendí, Emilia… tarde, pero te entendí.
El viento rozó su rostro con una suavidad casi humana. En ese instante, supo que ella seguía allí. No en cuerpo, no en voz, sino dentro de él — en cada pensamiento, en cada latido.
Porque tal vez el amor no termina cuando alguien se va. Tal vez sigue vivo — en el silencio, en los recuerdos, en la forma en que aprendemos a respirar de nuevo.
Lukas se levantó y caminó de regreso. En su pecho ya no había dolor, solo una calma nueva, casi luminosa. Muy lejos, más allá del horizonte, un nuevo día comenzaba a nacer.
El mar callaba, pero en su silencio había paz.