Un niño de seis años, mientras desayuna churros con su madre en un bar, se acerca a un soldado que desayuna solo para darle las gracias

Un niño de seis años, mientras desayuna churros con su madre en un bar, se acerca a un soldado que desayuna solo para darle las gracias. El soldado, conmovido por el gesto, le regala un parche de su uniforme y le dice a la madre del niño que él le ha recordado que aún existe bondad en el mundo.

Estábamos a mitad de los churros cuando mi hijo se bajó de la silla sin decir nada. Pensé que iba al baño. Pero en vez de eso, se dirigió directo hacia el hombre con uniforme militar sentado dos mesas más allá, solo con su café y sus huevos fritos.

Hice como que lo llamaba, pero algo me detuvo.

El soldado alzó la vista justo cuando mi hijo llegó a su mesa.



Se miraron fijamente.

Y entonces mi niño—de seis años, con restos de tomate en la manga—le hizo un saludo. Torpe, desviado, pero lleno de corazón.

—Gracias por ser valiente—dijo, lo suficientemente alto para que todo el bar lo escuchara.

El hombre parpadeó rápido. Dejó el tenedor. Intentó hablar pero no le salió la voz al principio. Luego sonrió.

—Me has alegrado la semana entera, chaval.

Hablaron unos treinta segundos. No pude oír todo. Pero cuando mi hijo volvió, no venía saltando como de costumbre. Estaba callado. Pensativo.

—Dice que acaba de volver—susurró—. De un sitio sin churros. Que esta era su última comida aquí.

Me giré para mirar otra vez al hombre. Observarlo de verdad.

Y cuando al final se levantó para irse, se acercó a nuestra mesa.

Mantuvo la espalda recta, pero su voz fue suave.

—Señora—dijo con un gesto de respeto—, su hijo me recordó algo que había olvidado.

Sentí un nudo en la garganta.

—¿El qué?

—Que aún existe bondad en el mundo—contestó—. Y que a veces hace falta una vocecita para recordártelo.

Luego metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó algo.

Un pequeño parche de tela. Gastado, pero claramente importante. Se agachó y se lo dio a mi hijo.

—Llevé esto puesto todos los días allí—dijo—. Y quiero que lo tengas tú.

Los ojos de mi hijo se abrieron como platos. No entendía del todo qué era, pero supo que significaba algo grande.

—Gracias—susurró, apretándolo como un tesoro.

El soldado asintió una última vez y se fue del bar. Lo vi caminar hasta su coche, quedarse un minuto inmóvil y finalmente marcharse entre la neblina de la mañana.

Terminamos los churros en silencio.

Ese mismo día, mi hijo me pidió ir a la biblioteca a buscar un libro sobre soldados. Claro que accedí. Escogió tres.

En las semanas siguientes, hizo más preguntas de las que yo podía responder.

—¿Por qué tienen que irse?

—¿Siempre vuelven?

—¿Por qué la gente no da las gracias más?

Hice lo que pude, pero la verdad es que aprendí más de él de lo que esperaba.

No fue hasta dos meses después cuando aquel día me golpeó del todo.

Empezó con un golpe en la puerta.

Era domingo por la tarde. Yo doblaba ropa. Mi hijo dibujaba en la mesa de la cocina.

Abrí y vi a una mujer—de unos treinta y tantos, con blazer y vaqueros, sosteniendo un sobre pequeño.

—¿Es usted… Lucía Mendoza?—preguntó.

—Sí—dije, cautelosa pero educada.

Sonrió con dulzura.

—Espero que no le importe. Conseguí su nombre por el dueño del bar de la carretera de Burgos. Hace dos meses, su hijo habló con un soldado allí.

Se me cerró el estómago.

—Sí, lo recuerdo. ¿Pasa algo?

Negó con la cabeza, los ojos ya brillantes.

—No. Nada malo. Es… importante.

Me entregó el sobre.

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