El cielo de esa mañana parecía recién lavado. Había un azul tan limpio que dolía mirarlo, y el parque —ese parque de lujo con su lago artificial, sus patos glotones y su césped como tablero de billar— estaba perfecto, hermoso, inútil. Porque a veces el mundo luce impecable justo cuando adentro de uno está todo hecho trizas.
Alberto empujaba la silla de ruedas de su hijo por el sendero con árboles de copa redonda y sombras obedientes. Eduardo, siete años, piernas flacas que antes trepaban muros, subían escaleras de dos en dos, corrían hacia todo. Dos años atrás se desplomó en el pasillo de casa como si alguien hubiese apagado un interruptor. Sin golpe. Sin explicación. Sin consuelo. Desde entonces, pruebas y más pruebas, médicos con currículos brillantes, viajes a clínicas prestigiosas, terapias experimentales… nada. A veces la ciencia se sienta, cruza los brazos y calla. Y el silencio de la ciencia es una caverna.
—Dos minutitos, hijo —dijo Alberto cuando sonó el teléfono.
Un inversionista. Uno de esos que cree que los problemas se resuelven moviendo números de una casilla a otra, como si el dolor obedeciera a Excel. Alberto se apartó unos pasos. Dos minutos, había dicho. Dos.
Fue el tiempo suficiente para que la historia cambiara de carril.
De entre los arbustos, descalza, con polvo hasta en las pestañas, apareció una niña. Tenía la piel morena curtida por el sol, el cabello recogido en trencitas apretadas y dos cintas viejas sujetando algo más que pelo: lo que quedaba de una infancia. Se sentó frente a Eduardo sin pedir permiso y cruzó las piernas. Su forma de estar decía que no ocupaba espacio, que no molestaba, que en cualquier momento podía salir corriendo.
—Hola —saludó, como quien abre una ventana—. ¿Por qué estás en esa silla?
Eduardo parpadeó. No era la pregunta. Era el tono: una mezcla de curiosidad y ternura, sin lástima. Contestó bajito:
—Porque mis piernas dejaron de funcionar… y nadie sabe por qué.
La niña lo miró como si estuviera armando un rompecabezas.
—¿Y por eso pareces tan triste?
Él no respondió. A veces la tristeza es eso: una mirada desviada, un hombro que se encoge, un “no sé” que quiere ser grito. Ella bajó la voz hasta hacerla suave.

—No soy doctora —dijo—. Pero yo creo… creo mucho en Dios. Y creo que si tú también crees, puedes volver a caminar.
Eduardo apretó los labios. “Eso es imposible”, quiso decir. Lo que salió fue un susurro tembloroso:
—Quisiera. Ya no sé cómo creer.
La niña extendió la mano. Un gesto chiquito, radical.
—Solo intenta. Dame tu mano.
Dudó. Miró la silla. Miró sus pies quietos. Miró la mano de ella, firme y tibia. La tomó. El mundo se detuvo un segundo, como si contuviera el aliento. La niña tiró de él con una suavidad obstinada. Eduardo se aferró a los apoyabrazos.
—No puedo. Me voy a caer.
—Cree —repitió ella, con los ojos brillando.
Y tiró un poco más. Eduardo gritó, cerró los ojos, esperó el golpe contra el suelo. No llegó. Abrió los párpados y sintió algo que se había vuelto leyenda en su cuerpo: peso en los talones, tensión en las pantorrillas, ese microtemblor en las rodillas que sostiene al mundo. Estaba de pie.
Lo dijo como si probara una palabra nueva en la boca:
—Estoy… de pie.
La niña sonrió, sin grandilocuencias, sin aplausos.
—Solo necesitabas creer.
Eduardo rió, lloró, rió otra vez. La risa sonó conocida, como si hubiera estado guardada detrás de un mueble, esperando el día de volver a salir.
Entonces Alberto regresó aún con el celular en la mano. Lo vio. Vio a su hijo fuera de la silla. Vio a la niña. El teléfono resbaló, rebotó contra el piso. Alberto corrió, torpe, con la boca abierta, como un hombre que llega tarde a su propia vida.
La niña, asustada, soltó la mano de Eduardo y desapareció entre los árboles. Así como había aparecido: breve, implacable, descalza.
Alberto abrazó a su hijo de rodillas junto a la silla vacía. Le temblaba el pecho.
—¿Cómo? ¿Qué pasó?
—Ella habló conmigo. Me tomó la mano. Yo… creí.
Esa noche, al cerrar los ojos, Alberto volvió a ver la misma escena una y mil veces: su hijo de pie, una niña como un ángel sin nombre, sosteniéndole la mano. Y sintió algo que ya no sabía reconocer. Fe. Y otra cosa que le apretó la garganta: necesidad. Tenía que encontrarla.
Cuatro días recorrió la ciudad sin escolta ni chófer. Bajó a barrios donde su apellido sonaba a mito. Pegó impresiones borrosas en faroles. Preguntó en semáforos, en mercados, en comedores comunitarios. Habló con vendedores de globos, con mujeres en las ventanas, con hombres que dormían junto a perros flacos. Comió mal. Durmió peor. Se convirtió, por primera vez en mucho tiempo, en un tipo común: uno que busca a alguien con más deseo que método.
La encontró al amanecer del quinto día, hecha ovillo en el lateral de una panadería vieja. Dormía abrazada a una mochila gastada y a un cuaderno con las hojas despegadas. Los pies, negros de polvo. El cuerpo, pequeño, en guardia incluso en el sueño. Alberto se acercó en cuclillas.
—Oye… ¿tú me conoces?
Ella despertó de golpe, apretó la mochila contra el pecho. Miró alrededor en modo fuga. Alberto levantó las palmas.
—Calma. No voy a hacerte daño. Soy Alberto, el papá del niño del parque. Eduardo. ¿Te acuerdas?
La niña tragó saliva. Asintió sin soltar la mochila.
—Él es mi amigo —dijo. Y en su voz había ese tono de quien teme que le arrebaten lo poco que tiene.
Alberto le ofreció una bolsa con ropa y un billete doblado.
—No quiero dinero —respondió ella, clavándole la mirada—. Solo quiero ver a Eduardo otra vez.
Alberto sintió el golpe. A veces el amor por un hijo llega disfrazado de una frase simple.
—¿Cómo te llamas?
—Alicia —dijo, bajito, como si decir el nombre invocara fantasmas.
—Alicia —repitió él, guardando la sílaba como quien se guarda un amuleto—. Cambiaste nuestra vida.
La llevó a la mansión esa misma tarde. El portón se abrió con el chirrido metálico de siempre, pero el aire era otro. Eduardo la esperaba en la terraza y corrió hacia ella con la risa más alta que esa casa había oído en años. Se abrazaron. El abrazo de dos personas que se reconocen.
Claudia apareció segundos después. Traje beige, peinado impecable, sonrisa exacta.
—Así que esta es la niña del parque —dijo—. Bienvenida.
Su tono era miel recién abierta; su mirada, un cuchillo guardado.
Alicia asintió. No soltó su cuaderno.
Ese primer día, la casa se llenó de juegos. Eduardo la llevó a conocer los escondites, el acuario secreto, la terraza donde él decía que el viento tocaba música. Ella se reía poco, apenas una curva en la comisura, pero bastaba. Se negó a dormir en la cama.
—No estoy acostumbrada —dijo, y extendió su cobija en el suelo, a un costado de la alfombra.
Claudia entró temprano al día siguiente con una charola.
—Te traje el desayuno, querida —anunció, la sonrisa plantada.
Alicia dio las gracias. El vaso de jugo sudaba un anillo sobre el plato. No lo tocó. Apretó el cuaderno.
Los días siguientes fueron una coreografía: Claudia servía, Alicia rehuía, Eduardo inventaba juegos, Alberto observaba. La casa parecía respirar de nuevo. Pero el respiro duró poco. Alicia comenzó a marearse. Primero un leve vaivén que le obligaba a apoyar la mano contra la pared. Luego un sudor frío en la nuca. Después, la náusea. “Cansancio”, dijo. “Falta de costumbre”, dijo. Eduardo frunció el ceño.
—Yo también estuve así… antes —murmuró.
La palabra “antes” se quedó flotando como una nube que no decide si llover.
Una mañana, el mundo se le puso de lado. Alicia se levantó, dio dos pasos hacia la puerta. La vista se le llenó de puntitos negros. Quiso agarrarse del pasamanos. No alcanzó. Cayó por las escaleras con un ruido seco que enmudeció a los cuadros.
—¡Emergencias! —gritó Alberto, con la niña inerte entre los brazos.
El hospital olía a desinfectante y a recuerdos malos. Le conectaron sueros, le tomaron muestras, le revisaron hasta el alma. Eduardo se sentó a su lado en una silla que le quedaba grande. Alicia abrió los ojos y lo vio.
—Estás igualita que yo —dijo él, con una sonrisa triste—. ¿Te acuerdas?
Entraban médicos, salían médicos, hablaban médicos. Negaban: no es virus, no es bacteria, no es comida en mal estado. ¿Qué era, entonces? El misterio tiene una forma de masticarte la paciencia hasta dejarte en huesos.
De regreso a casa, en el silencio del auto, Alberto unió puntos. El jugo que nadie bebía. Los desayunos servidos con una amabilidad que raspaba. La progresión de síntomas. Lo único que conectaba todo era la casa. O mejor dicho, alguien dentro de la casa.
No quiso pensar el nombre que le saltó a la lengua. A veces el amor te exige negaciones incómodas. A veces la verdad te exige brutalidad.
Dijo que iba a la oficina. En lugar de eso, compró cámaras pequeñas, discretas, de esas que caben en una esquina sin que nadie las note. Instaló tres en la cocina, una en la despensa, dos en pasillos. Temblaba. Pidió perdón en silencio a todo lo que alguna vez había creído. Luego esperó.
Vio a Claudia entrar antes que las empleadas, abrir un cajón, sacar un frasco miniatura con tapa azul, inclinarlo sobre un vaso, dejar caer gotas transparentes. Revolver con una cucharita. Sonreírse en el reflejo del microondas. Subir la charola.
Lo rebobinó. Lo volvió a ver. Una, dos, diez veces. El corazón en la garganta, las manos frías, los ojos secos de tanto no parpadear.
Enseguida, laboratorio. Llevó restos de jugo sin nombre, sin explicación, solo urgencia. El reporte llegó un martes plomizo: presencia de compuesto sintético en dosis fraccionadas, capaz de causar vómitos, diarreas, neuropatías; prolongado en el tiempo, parálisis; suficiente, muerte.
Alberto se sentó en el piso del despacho con el papel temblando entre los dedos. Todo cayó de golpe. El “no puede ser” se partió como vidrio. La imagen de Claudia sirviendo desayunos con esa delicadeza estudiada se volvió monstruo.
Llamó a su abogado. Llamó al fiscal. Llamó a la policía. Llamó a su conciencia. Nueve minutos después, citó a Claudia en el despacho.
—¿Me llamaste, amor? —entró ella, impecable, perfumada, alisándose el vestido.
—Siéntate, por favor.
Le giró la pantalla con el video. Claudia lo miró con ojos de piedra. La máscara tardó tres segundos en resquebrajarse.
—Tú no entiendes… —murmuró.
—Hazme entender —pidió él, con una voz que no había usado nunca.
Caminó ella de un lado a otro, las manos crispadas.
—Era por dinero. Me pusiste en el testamento. Si… si Eduardo… —tragó—. Si algo le pasaba, parte sería mía. Yo… yo iba a irme. A empezar de cero. Sin deberle nada a nadie.
El grito de Alberto fue un cuchillo lanzado al suelo.
—Lo mirabas a los ojos. Lo arropabas. ¡Lo envenenabas!
El silencio siguiente fue un abismo. Hasta que sonaron sirenas discretas al otro lado del portón. Claudia corrió. Abrió un closet. Sacó una maleta que ya estaba lista. Bajó por las escaleras de servicio como si las conociera desde otra vida. No llegó lejos. Tres patrullas, dos agentes. La esposaron frente a los empleados. Eduardo, en la terraza, no entendió. Alicia, tras la cortina, tampoco. Las cámaras tomaron todo. Ese día el escándalo salió del cuerpo de Alberto y se hizo público.
Pronto, titulares: “La madrastra venenosa”, “Caridad con cuchillo”. Los noticieros vomitaron su elegante sonrisa congelada en fotogramas. Los fiscales desempolvaron archivos: dos relaciones anteriores, dos tragedias que habían pasado como accidentes: un niño que cayó, una niña que se ahogó. Nada probado entonces. Ahora, con video, con informe toxicológico, con una confesión que en realidad era una justificación rota, el rompecabezas encajaba de un modo siniestro.
Alberto no habló con la prensa. No quería convertir la vida de su hijo y la de Alicia en espectáculo. Lo que necesitaban era otra cosa: silencio, cuidado, calor.
Alicia se quedó en el hospital un tiempo más. Su cuerpo, frágil; su mirada, más. Hay dolores que callan incluso cuando ya no duelen. Eduardo fue a verla todos los días. Le llevaba dibujos mal recortados, chistes que ni siquiera hacían gracia, canciones inventadas con su nombre en el coro. A veces la hacía reír. Otras, no. Pero la mano de Alicia siempre apretaba la suya, como un ancla.
—Tú no eres solo mi amiga —le dijo él una tarde de sol a rayas—. Si se puede elegir hermana, yo te elijo.
Ella se llevó el dorso de la mano a la boca, sorprendida por una lágrima que no dolía.
Alberto, mientras tanto, habló con trabajadores sociales, con psicólogos, con abogados. Aprendió un puñado de palabras nuevas: “guarda provisional”, “idoneidad”, “vulnerabilidad”, “adopción”. Las repitió hasta que dejaron de asustarlo. Compró pijamas con dibujitos, no por paternalismo, sino por el simple hecho de llenar un cajón propio para Ella. Volvió a la mansión, ordenó retirar las cosas de Claudia, aireó los cuartos, abrió ventanas que siempre estaban cerradas. La casa cambió de olor.
—Cuando me mejore… —preguntó Alicia, mirando hacia la ventana—, ¿me vas a mandar lejos?
La pregunta le atravesó la camisa como un cuchillo. Alberto tardó en contestar. Quiso hacerlo bien, sin torpeza, con la verdad exacta.
—Nunca más —dijo—. Ya eres de aquí. No por lo que hiciste por Eduardo. Por quien eres.
Alicia cerró los ojos y lloró en silencio. No era tristeza. A veces el cuerpo llora cuando encuentra un lugar donde dejar de correr.
La dieron de alta. Eduardo y Alberto la llevaron a casa lento, como se llevan las cosas que importan. En la puerta, un cartel hecho con dos cartulinas y mucha cinta decía: “Bienvenida para siempre”. Los jardineros aplaudieron con timidez. Las paredes parecieron ensancharse.
Desde ese día, la mansión aprendió costumbres nuevas. Las comidas dejaron de ser ceremonias de etiqueta: fueron sobremesas con migas y risas. Las noches, películas en el sofá con una manta compartida y batallas de palomitas. Los pasillos oyeron carreras y secretos inventados a media voz. El cuarto de huéspedes —que ya no lo era— se llenó de papeles de colores, móviles recortados, fotos pegadas con cinta. Alicia durmió en la cama. La primera noche tardó en conciliar el sueño, la segunda menos, la tercera se acurrucó y murmuró:
—Solo porque tú estás aquí —mirando a Eduardo.
La vida, sin embargo, no se endereza en línea recta. Hay días que retroceden. Eduardo tuvo pesadillas. Despertó a veces con el cuerpo en alerta, como si los músculos recordaran el viejo mandato de no obedecer. Alicia tuvo otras: escaleras que no terminaban, voces sin rostro. Aprendieron juntos una rutina de valientes tímidos: vasos de agua en la mesita, linternas con pilas nuevas, señales secretas en la pared —tres golpecitos suaves y una palabra: “Aquí”.
Los abogados trabajaron. El juicio de Claudia acaparó cámaras. La defensa habló de suplementos, de gotas naturales, de malentendidos. La fiscalía mostró el video. El laboratorio, las curvas de concentración, los efectos acumulativos. Los forenses explicaron, con paciencia de relojero, lo que una gota hace en un cuerpo pequeño si se repite. Hubo testigos: la empleada que vio a Claudia entrar en la cocina demasiado temprano, el vigilante que la acompañó una noche al cuarto de servicio, un exnovio que no quiso declarar al principio y luego sí, a medias, con vergüenza. La sentencia llegó en un edificio sin glamour: años suficientes para que el tiempo, que a veces no cura pero siempre pasa, hiciera lo suyo.
Alberto, mientras tanto, se ocupó del mundo pequeño. Cerró un par de negocios, delegó otros, vendió acciones. Descubrió que no se cae el cielo cuando uno deja de estar en todo. Empezó a levantarse temprano para hacer desayunos sin frascos. Tostadas con bordes quemados, huevos revueltos que terminaban siendo más bien una escultura. Eduardo y Alicia se los comían igual. La imperfección tiene mejor sabor cuando huele a seguridad.
Con la escuela vino otra batalla. Los niños pueden ser crueles sin querer. Eduardo regresó con caminata insegura y una historia imposible. Algunos lo miraron con maravillada envidia, otros con reserva. Alicia fue a buscarlo a la salida las primeras semanas. No para rescatarlo, sino para que supiera que afuera lo esperaba alguien. Un día lo escuchó explicar:
—No fue magia. Fue fe… y la verdad. A veces lo que te enferma está donde menos imaginas. Y a veces, si alguien te mira como si fueras más que tu miedo, el cuerpo recuerda.
El director, conmovido, le pidió a Alberto si Eduardo podía hablar en una asamblea. Alberto dudó. Luego dijo que sí, que lo haría si Alicia estaba a su lado. Subió al escenario con las manos sudando y la voz decidida. Habló de creer y de decir lo que se ve. Habló de pedir ayuda. Habló de tener miedo y de seguir, a paso lento, pero seguir. Alicia no habló, pero se quedó de pie, con las trencitas ya más ordenadas y el cuaderno apretado contra el pecho.
El cuaderno… Ese cuaderno resultó ser un mapa. Un día Alberto, curioso y respetuoso, pidió verlo. Alicia dudó. Lo abrió. Ahí estaba su historia con dibujos que sobrevivían a la vergüenza: una casa que ya no tenía, una mujer de ojos dulces que olía a jabón —su madre—, un hombre sin cara que ocupó el lugar de padre, un perro flaco al que llamó Rufus, una capilla donde daban sopa, una mujer con chal azul que la enseñó a rezar sin palabras, una noche de lluvia debajo de un puente, la mañana del parque. Había miedo en las líneas y también algo terco y luminoso.
—La fe la aprendí en la fila del comedor —dijo Alicia, con una madurez que no quería—. A veces te la da el hambre.
Alberto guardó silencio. Hay cosas que uno no contesta. Solo se guardan a salvo.
El “milagro” de Eduardo tuvo explicaciones clínicas y otras que no cabían en gráficos. Los médicos hablaron de neurotoxicidad por exposición crónica, de procesos que se detienen cuando cesa la causa, de rehabilitación. La gente habló de Dios. Eduardo habló de Alicia. Alberto escuchó todo y decidió que no escogería una sola explicación. A veces la verdad es amplia: deja que la fe y la ciencia se sienten a la misma mesa y se repartan el pan.
Con el tiempo, la casa se convirtió en algo más. No solo en hogar. En refugio. Los fines de semana, Alberto, con vergüenza de rico que aprende, empezó a organizar desayunos en el parque para niños de la calle. No como redención pública: como costumbre privada. Alicia, al principio tímida, después al mando, hizo listas, inventó juegos, dibujó mapas del parque para una especie de búsqueda del tesoro con pistas que eran palabras: “dignidad”, “cuidado”, “mirada”, “nombre”. Eduardo cargaba termos y les enseñaba a los más chicos a hacer un avión de papel que volara de verdad.
La prensa quiso volver. Alberto los mantuvo lejos. El ruido ajeno habita en otra frecuencia. Ellos necesitaban otra cosa: oír el timbre que, todas las tardes, sonaba para anunciar la hora del chocolate.
Una tarde de abril, celebraron la firma de la guarda con fines de adopción. Nada de fiestas grandiosas. Tres platos de pasta, un mantel arrugado, un jarrón con flores robadas al jardín propio. Eduardo pidió decir unas palabras.
—Hoy somos… —buscó—. ¿Cómo se dice? Oficiales. Pero yo ya lo sabía desde el día del cartel.
Alberto alzó su vaso de agua como si fuera champán.
—A la familia —dijo.
—A la familia que se queda —corrigió Alicia, y alzó el suyo.
Después, se fueron al parque. Al mismo banco, al mismo lago de patos con pretensiones. Alicia se detuvo en el lugar exacto donde había estirado la mano por primera vez.
—No fue solo creer —dijo, mirando a Eduardo—. Fue que me miraste como si yo pudiera salvar algo. Nadie me miraba así.
—Me salvaste todo —contestó él, con la seriedad de quien no exagera.
Se dieron la mano de nuevo. Por costumbre. Por rito. Por decir: seguimos.
Del juicio quedó una herida que sanaba lento. Del escándalo, un aprendizaje: cerrar puertas es también una forma de abrir espacio. De la historia, otro aprendizaje que a Alberto le avergonzaba y le honra al mismo tiempo: con todo su dinero, no había sabido ver lo que pasaba a dos metros de su cama. Empezó terapia. Dijo “lo siento” delante del espejo. Dijo “perdón” delante de la memoria de su hijo cayendo hace dos años. Dijo “gracias” todas las noches, en voz baja, cuando apagaba la luz del pasillo y oía dos respiraciones parejas en cuartos contiguos.
Claudia apeló. Perdió. Se hizo un relato público de su vida que a veces se desviaba al morbo. Nadie conoce la fórmula para evitarlo. Lo único que Alberto pudo hacer fue sostener a los suyos: no permitir que Alicia se definiera por lo que le hicieron, ni Eduardo por lo que le pasó.
Crearon rituales tontos que sostienen mundos: los jueves de sopa, los viernes de historias de miedo con linterna bajo la manta, los domingos de panqueques chuecos. Inventaron un idioma con tres palabras claves: “¿Aquí?” “Aquí.” “Aquí.”
En la mansión, una pared de la sala se convirtió en galería. En el centro, un dibujo de Alicia: tres figuras tomadas de la mano bajo un árbol. Arriba, en letras nerviosas, la frase: “La familia es quien se queda cuando todo lo demás se va”. Alberto la enmarcó. No como quien exhibe, sino como quien fija un norte.
Hubo pequeñas primeras veces: la primera vez de Alicia en una cama sin miedo; la primera mañana en que no se despertó a las cinco por costumbre de calle; el primer día que pidió repetir postre sin disculparse; el primer “papá” que se le escapó medio susurrado, medio prueba, medio verdad.
Alguna noche, después de una tormenta, se cortó la luz. La casa quedó a oscuras. Eduardo se encogió, reflejo antiguo. Alicia extendió la mano, busco los tres golpecitos en la pared y dijo:
—Aquí.
Él respondió:
—Aquí.
Y de pronto la oscuridad se volvió menos grande.
El tiempo siguió su trabajo. Eduardo corrió con pies confiados. El miedo dejó de mandar. Alicia creció. Aprendió a atarse los cordones con rapidez de quien no quiere que la esperen. Alberto aprendió a cocinar sin quemar (mucho). Entre risas y llantos, entre trámites y tardes de patio, entre historias que por fin se contaban con calma, los tres se hicieron familia sin darse cuenta del momento exacto.
El primer aniversario del día del parque, llevaron una muda de ropa para dejar en un banco. “Para quien la necesite”, escribió Alicia en una nota. Eduardo le agregó un dibujo de un avión de papel y una palabra más: “Fuerza”. Se quedaron sentados viendo cómo dos chicos se acercaban, dudaban, tomaban la bolsa y se iban sin mirar atrás. Alicia sonrió de lado. Alberto les apretó los hombros a ambos.
—Nunca vamos a poder devolver lo que nos dieron —dijo—. Pero podemos pasar la mano.
Ese mismo día plantaron un árbol pequeño en el jardín de la casa. Una jacaranda. Alicia abrió un hueco con la pala, Eduardo apoyó el tallito, Alberto acercó tierra alrededor con las manos. Se ensuciaron las uñas. Les gustó. Cuando terminaron, Alicia hizo un cartelito con un palito de helado: “Fe”. No para exhibir milagros. Para recordar que creer, a veces, es una decisión quieta que se repite cada mañana.
La jacaranda creció con paciencia. Un año después, colgaron de sus ramas tres tiras de papel calado que bailaban con el viento. Eduardo dijo que eran banderas. Alicia dijo que eran promesas. Alberto, que ya había aprendido a no tener siempre la última palabra, solo miró y guardó la obra en los ojos.
A veces, ya de noche, ocurre un silencio cierto en las casas sanas. Un silencio vivo, con olor a sábanas limpias y respiraciones regulares. Alberto se levanta, camina descalzo por el pasillo, se asoma a la puerta entreabierta de Alicia: ella duerme boca abajo, un pie fuera de la sábana, el cuaderno en la mesa de noche. Se asoma a la de Eduardo: brazos abiertos, como quien hoza el aire, un avión de papel en la repisa, la lámpara apagada. Vuelve a su cuarto con un cuidado que antes reservaba para sus tratos. Apaga la luz. Sonríe.
No es perfecto. No hay historia que lo sea. Pero hay algo indestructible en ese pequeño mundo: un niño que volvió a caminar, una niña que dejó de huir, un hombre que aprendió a ver. Y una casa que, después de todo, por fin merece su palabra más grande y sencilla.