La nota descansaba sobre la mesa de la cocina, inmóvil como un animal dormido. Josefina Álvarez la observó durante varios minutos antes de atreverse a tocarla. Las palabras escritas con la característica letra inclinada de Juan parecían burlarse de ella. Tuve que salir de viaje por unos días. Asuntos de trabajo. Te llamo cuando pueda. No te preocupes. Cota. El silencio de la casa en Coyoacán, ese rincón histórico de la Ciudad de México, donde habían decidido construir su vida juntos, nunca le había parecido tan ensordecedor.
Josefina dejó escapar un suspiro mientras doblaba la nota y la guardaba en el bolsillo de su bata. 15 años de matrimonio y Juan seguía siendo un misterio, un misterio que últimamente parecía cada vez más lejano. “Asuntos de trabajo”, murmuró para sí misma mientras se servía una taza de café. “¿Qué clase de asuntos no pueden esperar a ser explicados?” El teléfono de Josefina permaneció en silencio todo el día. Ni un mensaje, ni una llamada, nada. La inquietud comenzó a crecer en su interior como una planta venenosa.
No era la primera vez que Juan desaparecía así, pero algo en esta ocasión se sentía diferente, más definitivo. Con 43 años recién cumplidos, Josefina se encontraba en ese punto de la vida donde las certezas comenzaban a desmoronarse. Sus manos, siempre ocupadas en su trabajo como restauradora de arte en el Museo Nacional, ahora temblaban ligeramente mientras sostenía la taza. El reflejo que le devolvía el espejo del pasillo mostraba a una mujer con el cabello negro recogido en un moño despreocupado y ojos que habían visto demasiado sin realmente entender nada.
“Si él puede desaparecer, yo puedo reorganizar”, decidió con súbita determinación. Llevaba meses, quizás años. posponiendo ciertos trabajos en casa. La chimenea de la sala, esa hermosa construcción de cantera que venía con la casa colonial que habían comprado, no había sido limpiada adecuadamente en todo el tiempo que llevaban viviendo allí. Juan siempre encontraba excusas para no hacerlo, el polvo, las alergias, la falta de tiempo. Y ahora, en su ausencia, Josefina encontró el momento perfecto para enfrentarse a esa tarea pendiente.
Vamos a ver qué secretos guardas tú, le dijo a la chimenea, como si el objeto pudiera responderle. Se cambió la bata por unos viejos jeans y una camiseta que no le importaba arruinar. Se recogió el cabello con más firmeza y se armó con guantes, cubrebocas y los implementos necesarios para la limpieza. La tarde caía sobre la ciudad de México, bañando la sala con una luz dorada que contrastaba con el negro ollin de la chimenea. El trabajo resultó ser más laborioso de lo que había anticipado.
La chimenea parecía no haber sido limpiada profesionalmente nunca, acumulando años, quizás décadas de residuos mientras raspaba las paredes interiores. Un pensamiento inquietante cruzó por su mente. ¿Qué otros aspectos de su vida había estado ignorando? ¿Qué otras verdades se escondían bajo capas y capas de apariencias? Fue entonces cuando ya llevaba más de 2 horas de trabajo y sus brazos comenzaban a protestar, cuando sus dedos rozaron algo que no era piedra ni ceniza, algo que no debería estar allí.
En el fondo de la chimenea, parcialmente incrustado en una esquina, había un pequeño paquete envuelto en plástico y cinta adhesiva. “¿Qué demonios?”, murmuró Josefina extrayendo con cuidado el bulto. El corazón le latía con fuerza mientras limpiaba el objeto con un trapo. Era un paquete del tamaño de un libro pequeño, cuidadosamente sellado para protegerlo de loin y la humedad. Con manos temblorosas, Josefina cortó la cinta y desenvolvió el plástico. Dentro había un fajo de cartas atadas con un listón rojo desgastado.
Cartas amarillentas por el tiempo, pero perfectamente legibles. La primera, fechada 3 años atrás, comenzaba con un mi querido J que hizo que el estómago de Josefina se contrajera dolorosamente. La letra no era la de ella. La noche había caído completamente sobre la Ciudad de México cuando Josefina terminó de leer la última carta. El fajo contenía 23 misivas, todas escritas por la misma mano, todas dirigidas a Juan. Una historia de amor prohibido se desarrollaba a través de aquellas páginas, narrada en una prosa apasionada que contrastaba cruelmente con la formalidad cortés que había caracterizado su matrimonio en los últimos años
Se llamaba Elena. Las cartas nunca mencionaban su apellido, pero hablaban de encuentros en un café de la colonia Roma, de promesas susurradas en habitaciones de hotel, de un futuro juntos que parecía cada vez más cercano con cada nueva carta. Elena, pronunció Josefina el nombre como si fuera una maldición, dejando que las letras se deslizaran por su lengua como veneno. Pero lo que realmente le había robado el aliento, lo que había hecho que su mundo se detuviera por completo, era lo que había encontrado en la última carta, fechada apenas tres semanas atrás.
Ya no puedo ocultarlo más, mi amor. El médico confirmó mis sospechas. Estoy embarazada. Nuestro hijo crecerá sabiendo quién es su padre. Te lo prometo. Ya es hora de que tomes una decisión. Elena. El teléfono de Josefina sonó sobresaltándola. El nombre de Juan apareció en la pantalla. Con un movimiento mecánico. Rechazó la llamada. Necesitaba tiempo. Necesitaba espacio para procesar lo que acababa de descubrir. Las cartas revelaban más que una simple infidelidad. Hablaban de planes, de un futuro compartido, de decisiones postergadas.
Juan no solo le había sido infiel, había construido una vida paralela, una realidad alternativa donde ella no existía. Josefina se levantó del suelo donde había permanecido sentada durante horas con las piernas entumecidas y el corazón destrozado. Su mirada recorrió la sala deteniéndose en las fotografías familiares que adornaban las paredes. Ella y Juan en su boda en aquel viaje a Oaxaca con los padres de él en Navidad. Imágenes de una vida que ahora parecía una elaborada mentira. El teléfono volvió a sonar.
Esta vez Josefina lo apagó. Necesito saber más”, se dijo a sí misma, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. “Necesito entender.” Con renovada determinación, Josefina comenzó a buscar entre las pertenencias de Juan. Su estudio, siempre cerrado con llave, ahora era su objetivo. La pequeña llave de repuesto que guardaban en la cocina dentro de una lata de café temblaba en sus manos mientras abría la puerta. El estudio de Juan era un espacio ordenado, casi clínico. Como arquitecto valoraba la precisión y el orden.
Josefina encendió la luz y comenzó su búsqueda. Los cajones del escritorio estaban llenos de documentos relacionados con sus proyectos, facturas, estados de cuenta, nada que sugiriera una vida secreta. Fue entonces cuando notó algo inusual. El tapete persa que cubría parte del suelo de madera estaba ligeramente desalineado en una esquina. Josefina se arrodilló y levantó el tapete, revelando una pequeña trampilla en el piso. Una trampilla que no sabía que existía en su propia casa. El corazón le latía con tanta fuerza que podía escucharlo en sus oídos mientras abría la trampilla.
Dentro había una caja metálica, la sacó con cuidado y la colocó sobre el escritorio. No tenía cerradura, solo un simple mecanismo de presión. Dentro de la caja encontró documentos, más cartas y lo más perturbador de todo, fotografías. Juan y una mujer joven de cabello castaño y sonrisa radiante, Elena. En algunas imágenes aparecían en lugares que Josefina reconocía. La playa de Tulum, el centro histórico de Guanajuato, lugares donde supuestamente Juan había ido por trabajo. Entre los documentos, uno llamó especialmente su atención.
Era un contrato de arrendamiento para un departamento en la colonia Condesa, firmado por Juan hacía 2 años. un departamento del que ella no sabía nada. Josefina anotó la dirección en su teléfono. Mañana visitaría ese lugar. Mañana confrontaría la realidad que se escondía tras la fachada de su matrimonio. Mientras guardaba todo cuidadosamente, tratando de dejar el estudio exactamente como lo había encontrado, un pensamiento cruzó por su mente. Y si Juan no había salido de viaje por trabajo y si este era el momento que tanto habían mencionado en sus cartas.
El momento de tomar una decisión, la idea de que Juan pudiera estar planeando abandonarla, le provocó una punzada de dolor tan intensa que tuvo que sentarse. 15 años de matrimonio reducidos a cenizas, como los restos que había limpiado de la chimenea. Esa noche Josefina no durmió. Se quedó mirando al techo, recordando cada momento de su vida con Juan, buscando señales que hubiera pasado por alto, pistas de su traición. El amanecer la encontró con los ojos enrojecidos y una resolución férrea.
Descubriría toda la verdad, sin importar lo dolorosa que fuera. La colonia Condesa despertaba lentamente bajo un cielo nublado que amenazaba lluvia. Josefina, sentada en su auto estacionado frente al edificio Ardeco, cuya dirección había encontrado, observaba la entrada con una mezcla de determinación y miedo. Había pasado la noche organizando sus pensamientos. y planeando sus movimientos. El edificio con su fachada elegante y sus balcones de hierro forjado, parecía burlarse de ella. Cuántas veces Juan habría cruzado esa puerta, cuántas noches habría pasado allí mientras ella esperaba su regreso en casa, creyendo sus excusas de trabajo, eran apenas las 8 de la mañana.
Josefina había llamado al museo para avisar que no iría a trabajar, algo que rara vez hacía. La restauración de un fresco de Siqueiros tendría que esperar. Hoy tenía una misión más importante. Después de casi una hora de espera, vio salir a una mujer del edificio alta, de cabello castaño, recogido en una coleta con un vestido floreado que resaltaba un evidente embarazo. Elena, tenía que ser ella. Las fotografías que había encontrado no le hacían justicia. Era hermosa, radiante y mucho más joven que Josefina.
Quizás 30 años calculó con amargura. Josefina la siguió discretamente mientras Elena caminaba por la avenida Ámsterdam. La vio entrar en una cafetería y después de unos minutos decidió seguirla. Necesitaba verla de cerca. Necesitaba entender qué había visto Juan en ella. La cafetería estaba casi vacía a esa hora. Elena se había sentado junto a la ventana con una taza de té y un libro. Josefina pidió un café en la barra y se sentó en una mesa cercana, desde donde podía observarla sin ser demasiado obvia.
Viéndola así, concentrada en su lectura, acariciando ocasionalmente su vientre con un gesto inconsciente, Josefina sintió una punzada de algo inesperado. No era solo rabia o celos, era una especie de tristeza mezclada con curiosidad. ¿Quién era realmente esta mujer que había conquistado el corazón de su esposo? El sonido de un teléfono interrumpió sus pensamientos. Era el de Elena. La vio responder con una sonrisa que iluminó su rostro. Hola, mi amor”, la escuchó decir y cada palabra fue como una daga en el corazón de Josefina.
“Sí, todo bien. El bebé también está bien. Te extraño. ¿Cuándo vuelves?” Josefina contuvo la respiración esperando escuchar más, pero Elena bajó la voz y no pudo distinguir el resto de la conversación. Después de unos minutos, la vio colgar y guardar el teléfono. Aún con esa sonrisa soñadora en los labios, decidió que era suficiente tortura por un día. Pagó su café apenas tocado y salió de la cafetería. El aire fresco le ayudó a aclarar sus pensamientos. Ahora tenía confirmación.
Juan estaba con Elena, o al menos en contacto con ella. El viaje de trabajo era claramente una excusa. Mientras caminaba de regreso a su auto, un plan comenzó a formarse en su mente. Si Juan estaba con Elena, el departamento estaría vacío. Y si estaba vacío. Media hora después, Josefina se encontraba frente a la puerta del departamento 3B. Había logrado entrar al edificio siguiendo a un repartidor y ahora se enfrentaba al último obstáculo. La llave. No tenía una llave.
O quizás sí. Entre las pertenencias de Juan, que había revisado la noche anterior, había encontrado un llavero adicional con varias llaves que no reconocía. Lo había traído consigo más por instinto que por un plan concreto. Ahora, con manos temblorosas, probó una a una las llaves en la cerradura. La cuarta llave encajó perfectamente. La puerta se abrió con un suave click que resonó como un trueno en los oídos de Josefina. El departamento era luminoso y estaba decorado con un gusto minimalista que reconoció inmediatamente como el estilo de Juan.
Fotografías de Elena y él adornaban las paredes. En la sala, un rincón había sido transformado en un pequeño estudio de arquitectura con planos y maquetas. Y en una habitación contigua, Josefina encontró algo que le robó el aliento, una cuna a medio armar. Juan no solo estaba teniendo una aventura, estaba construyendo una familia. Con el corazón martilleando en su pecho, Josefina comenzó a revisar el departamento más detalladamente. Necesitaba encontrar algo, cualquier cosa que le diera más información sobre los planes de Juan y Elena.
En el escritorio del estudio improvisado encontró una carpeta con documentos, permisos de construcción para una casa en Valle de Bravo, planos firmados por Juan, una propiedad que estaba a nombre de Elena Rivero Mendoza. Por fin tenía su nombre completo, pero lo que realmente le heló la sangre fue un documento que encontró al fondo de la carpeta, una solicitud de divorcio ya completada con todos sus datos, esperando solo la firma de Juan. La fecha prevista para presentarla era la próxima semana.
Josefina se dejó caer en la silla sintiendo que el mundo giraba a su alrededor. Todo estaba planeado. Su matrimonio tenía fecha de caducidad y ella ni siquiera lo sabía. Un ruido en la puerta la sobresaltó. Alguien estaba introduciendo una llave en la cerradura. Con el pánico apoderándose de ella, Josefina guardó rápidamente los documentos y buscó desesperadamente dónde esconderse. La puerta del baño estaba a pocos pasos. Se encerró allí, justo cuando escuchó la puerta principal abrirse. Pasos en el departamento.
Una voz masculina. Juan había vuelto. El corazón de Josefina latía tan fuerte que temía que Juan pudiera escucharlo a través de la puerta del baño. Se tapó la boca con una mano tratando de controlar su respiración mientras escuchaba los movimientos de su esposo por el departamento. Lo oyó hablar por teléfono, probablemente con Elena. Fragmentos de conversación llegaban hasta ella. Todo listo. Mañana firmaré. No te preocupes, serás rápido. Cada palabra era una confirmación de lo que ya sabía.
Juan iba a dejarla. Había planeado todo cuidadosamente a sus espaldas mientras mantenía la fachada de un matrimonio normal. Josefina miró a su alrededor buscando una salida. La ventana del baño era pequeña. Imposible escapar por allí. Estaba atrapada, a menos que el sonido de la ducha comenzó a sonar. Juan iba a bañarse. Era su oportunidad. Con cuidado abrió la puerta del baño justo cuando Juan entraba en la ducha al otro lado de la cortina, deslizándose como una sombra, Josefina salió del departamento cerrando la puerta tan silenciosamente como pudo.
El pasillo estaba vacío. Corrió hacia las escaleras, bajó los tres pisos casi volando y salió a la calle donde la lluvia había comenzado a caer con fuerza, como si el cielo compartiera su tormenta interior. para cuando llegó a su auto. Estaba empapada y temblando. Pero no solo por el frío. La adrenalina corría por sus venas mientras conducía de regreso a casa, su mente un torbellino de emociones y pensamientos fragmentados. En casa, la chimenea limpia y las cartas que había encontrado parecían pertenecer a otra vida, a otra mujer.
Ahora, con la verdad expuesta en toda su crudeza, Josefina tenía que decidir qué hacer. Confrontar a Juan. esperar a que él diera el primer paso con el divorcio, luchar por su matrimonio. Las opciones se sucedían en su mente mientras se cambiaba la ropa mojada y preparaba una taza de té para calmar sus nervios. Fue entonces cuando el teléfono sonó. Era Juan. Josefina. Su voz sonaba tensa. He estado llamándote. ¿Dónde estás? En casa respondió ella, sorprendida por la calma de su propia voz.
¿Dónde más iba a estar? Necesito hablar contigo, es importante. Estaré en casa en una hora. Claro, dijo Josefina y colgó. Una hora. Tenía una hora para prepararse para la conversación que cambiaría su vida para siempre. Mientras esperaba, Josefina revisó una vez más las cartas buscando algo que hubiera pasado por alto. Fue entonces cuando notó un detalle en una de las primeras cartas. Elena mencionaba que se habían conocido en una exposición de arquitectura en el Palacio de Bellas Artes.
Josefina recordaba esa exposición. Ella misma había insistido a Juan para que asistiera, ya que uno de sus proyectos estaba siendo exhibido. Ella no había podido acompañarlo por un compromiso en el museo. Había sido ella, sin saberlo, quien había propiciado el encuentro que destruiría su matrimonio. La ironía de la situación la golpeó con fuerza. Una risa amarga escapó de sus labios, transformándose gradualmente en un sozo. Las lágrimas que había estado conteniendo finalmente encontraron su camino, nublando su visión y liberando parte del dolor que sentía.
Cuando escuchó la llave en la puerta, Josefina se secó las lágrimas y se irguió en el sofá. Juan entró con el cabello aún húmedo por la ducha que había tomado en el departamento de Elena. se detuvo en seco al ver las cartas sobre la mesa. ¿Qué es esto?, preguntó, aunque la palidez de su rostro indicaba que sabía exactamente qué era. “Creo que deberías decírmelo tú”, respondió Josefina. “Al fin y al cabo, son tus cartas, o más bien son para ti.” Juan se desplomó en una silla como si de repente le faltaran las fuerzas.
“¿Cómo las encontraste?” Estaban en la chimenea. Decidí limpiarla mientras estabas en tu viaje de trabajo. Las comillas en el aire que dibujó con sus dedos estaban cargadas de sarcasmo. Josefina, yo no lo interrumpió ella. No quiero excusas, quiero la verdad, toda la verdad. Te lo debo a mí misma. Y así, en esa sala donde habían compartido 15 años de vida, Juan le contó todo, cómo había conocido a Elena, como lo que comenzó como una aventura se había transformado en algo más, como había intentado terminar su matrimonio varias veces, pero nunca encontraba el momento adecuado.
Cómo el embarazo de Elena había precipitado las cosas. Iba a decírtelo la próxima semana, concluyó. Tengo los papeles del divorcio preparados. Lo sé, dijo Josefina. Los vi en tu departamento esta mañana. La sorpresa en el rostro de Juan fue casi cómica. ¿Estuviste allí? ¿Cómo? Eso no importa, respondió ella. Lo que importa es que durante años me has mentido. Me has hecho creer que teníamos un matrimonio cuando en realidad estabas construyendo otra vida a mis espaldas. No fue así desde el principio.
Se defendió Juan. Nosotros nos distanciamos. Tú con tu trabajo, yo con el mío. Un día me di cuenta de que éramos dos extraños viviendo bajo el mismo techo y en lugar de hablar conmigo, de intentar solucionar las cosas, decidiste buscar a alguien más. No era una pregunta, sino una constatación. Juan no respondió. No había defensa posible para lo que había hecho. ¿La amas?, preguntó Josefina, necesitando escuchar la verdad, por dolorosa que fuera. Sí, respondió él, y la simplicidad de esa respuesta atravesó el corazón de Josefina como una flecha.
Lo siento. El silencio que siguió estaba cargado de 15 años de historia compartida, de promesas rotas y de un futuro que ya no existiría. ¿Qué vas a hacer?, preguntó finalmente Juan. Josefina lo miró. Realmente lo miró. Quizás por primera vez en años. vio a un hombre que había elegido el camino más cobarde, que había preferido construir una mentira a enfrentar la verdad de su matrimonio fracasado. “Voy a dejarte ir”, respondió con una tranquilidad que sorprendió a ambos.
No porque te lo merezcas, sino porque yo merezco algo mejor que un hombre que no tuvo el valor de ser honesto conmigo. Juan parecía desconcertado, como si hubiera esperado gritos, llantos, quizás incluso una pelea por mantener el matrimonio. Los papeles del divorcio continuó Josefina. Tráelos mañana, los firmaré, pero tengo mis condiciones. Las condiciones eran claras. La casa de Coyoacán sería para ella sin discusión. Juan tendría que pagar una compensación económica acorde con los años de matrimonio. Y lo más importante, tendría que ser él quien explicara a sus familias y amigos las razones del divorcio.
Es lo justo dijo Juan, aceptando los términos con un asentimiento de cabeza. Cuando Juan se fue esa noche, llevándose algunas pertenencias básicas, Josefina volvió a sentarse frente a la chimenea limpia. Las cartas, ahora ordenadas y atadas de nuevo con el listón rojo, descansaban en su regazo. Con un movimiento decidido, las arrojó al fuego que había encendido. Las llamas devoraron el papel, consumiendo las palabras de amor que nunca habían sido para ella. Mientras las cartas se convertían en cenizas, Josefina sintió algo inesperado, alivio.
La verdad, por dolorosa que fuera, era liberadora. Por primera vez en mucho tiempo sabía exactamente dónde estaba parada y hacia dónde iría. El camino no sería fácil, pero sería suyo. En las profundidades de la noche mexicana, mientras la lluvia seguía cayendo sobre la Ciudad de México, Josefina pensó en la ironía de todo. Había comenzado limpiando cenizas y terminaba creando las suyas propias. Pero de esas cenizas, como el ave fénix, surgiría una nueva vida, una vida construida sobre la verdad, no sobre mentiras enterradas en una chimenea.
Y por primera vez en muchos años sonrió ante lo que el futuro podría traer.