La segunda vida de Ernesto
A los 72 años, Ernesto pensaba que lo suyo ya estaba escrito en páginas que nadie volvería a leer. Había sido ferroviario, pasando jornadas enteras entre el humo de las locomotoras y el silbido de los trenes que partían. Luego, cuando los rieles le resultaron demasiado pesados para sus huesos, se convirtió en jardinero, cuidando con paciencia árboles que crecían más rápido que sus propios hijos.
En casa, había sido un hombre de pocas palabras. Leía el periódico con la misma puntualidad con la que otros rezaban. Su esposa había muerto hacía ya más de una década, y sus hijos, adultos con vidas agitadas, vivían lejos. Ernesto, en silencio, se había acostumbrado a la soledad: una taza de café en las mañanas, el crujir del periódico, un paseo corto hasta la plaza. Su mundo era pequeño, tranquilo y predecible.
Hasta que una mañana antes del amanecer, la puerta sonó con insistencia.
Ernesto abrió, sorprendido. Allí estaba su hija menor, con el rostro desencajado. Temblaba como si llevara el invierno metido en los huesos. En brazos sostenía a Tomás, un niño de cinco años, con la mirada medio dormida y la cabeza apoyada en el hombro de su madre.
—Papá… no puedo más. Necesito ayuda.
Ernesto no entendió mucho, solo alcanzó a ver cómo su hija, entre lágrimas, le dejaba al niño en brazos. Y de pronto, como si el tiempo retrocediera cuarenta años, volvió a ser un padre.
Pero ahora, también era abuelo. Y debía empezar de cero.
Aprender a criar otra vez
Los primeros días fueron un desastre. Ernesto no sabía qué desayunos eran los preferidos de un niño de esa edad. Preparaba pan tostado y leche, pero Tomás quería cereales con frutas. No encontraba la ropa que combinara. Se confundía con los horarios del colegio.
Las noches eran aún peores: no sabía si los cuentos iban antes o después del vaso de leche tibia. Y cuando Tomás tenía una pesadilla, Ernesto se quedaba sentado al borde de la cama, sin saber si debía cantarle, acariciarle el cabello o simplemente esperar.
Pero aprendió.
Cada noche, cuando Tomás dormía, Ernesto tomaba su teléfono —ese aparato que apenas usaba para leer noticias— y buscaba tutoriales: “cómo hacer trenzas sencillas”, “galletas sin gluten fáciles”, “qué hacer cuando un niño sueña con monstruos”.
—No quiero que me vea dudar —se repetía.
Rutinas compartidas
Con el tiempo, la vida se organizó.
Por las mañanas, Ernesto le abotonaba el abrigo a Tomás con sus dedos temblorosos. Caminaban juntos al colegio, incluso cuando llovía. El paraguas era demasiado pequeño para cubrirlos a ambos, pero compartían las gotas y el silencio.
Al mediodía, Ernesto preparaba sopa. No siempre le salía sabrosa, pero Tomás se la comía igual y sonreía:
—La sopa del abuelo cura todo.
Por las noches, Ernesto inventaba historias antes de dormir. A veces eran cuentos de trenes mágicos que viajaban entre las estrellas; otras veces, de árboles que hablaban.
—¿Mañana estarás aquí también? —preguntaba Tomás con los ojos pesados de sueño.
—Siempre —respondía Ernesto—. Aunque me duelan los huesos, siempre.
El abuelo del barrio
Los vecinos pronto notaron el cambio. Ya no era solo “el viejo del quinto piso”.
Ahora era “el abuelo que corre al parque”, el que compraba lápices de colores y preguntaba en la tienda si esas zapatillas eran buenas para correr detrás de un niño inquieto.
Tomás lo llevó, sin darse cuenta, de vuelta al mundo de los vivos.
Un día, durante una tutoría, la profesora de Tomás le dijo con una sonrisa:
—Tiene una ternura que no se enseña. Se nota que está muy bien acompañado.
Ernesto asintió en silencio. Pero esa noche, mientras el niño dormía abrazado a su brazo, lloró en la oscuridad.
Lloró porque nadie le había enseñado a criar otra vez a los 72 años.
Lloró porque nadie le había dicho que la vejez podía traerle sentido, en lugar de solo cansancio.
El amor que llega tarde
A veces, cuando Tomás ya dormía, Ernesto se miraba las manos. Recordaba cuando esas mismas manos habían arreglado motores de trenes, cuando habían plantado rosales en un jardín. Ahora, esas manos servían sopa, ajustaban cordones de zapatos y sostenían lápices de colores mientras el niño pintaba.
Y no cambiaría eso por nada.
Entendió, tarde, que el amor no tiene edad. Que incluso al borde de la vejez, la vida puede abrir una puerta inesperada.
Y que ese niño, con su risa y sus preguntas ingenuas, le había devuelto algo que creía perdido: la certeza de que aún tenía un papel que cumplir.
Ernesto ya no esperaba el final de su historia.
Lo escribía, cada día, de la mano de su nieto.