😱Atencion. Hace unas horas se desata gran incendio en…Ver más

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Doña Elena vivía en una humilde choza de paja al borde del río Papaloapan, en Veracruz, donde las noches estaban llenas de grillos y el murmullo del agua. A sus 73 años, aún se levantaba antes del amanecer para regar su pequeña huerta de chiles y tomates, y daba de comer a las pocas gallinas que le quedaban. Su vida era sencilla, solitaria, pero impregnada de recuerdos que la mantenían viva.

Su esposo, Don Mateo, había muerto hacía décadas, y su único hijo, Diego, era todo lo que ella tenía en el mundo. Él había sido un niño brillante, trabajador, el orgullo del pueblo entero. Cuando se fue a la Ciudad de México con una beca universitaria, todos dijeron que el muchacho llegaría lejos. Llegó tan lejos, que se perdió.

Durante diez largos años, Doña Elena recibía apenas una que otra llamada en Navidad, algún depósito esporádico que ella pocas veces tocaba. El resto lo sabía por los rumores del pueblo:
—Dicen que Diego ahora es empresario, ¿sabías?
—Vive en una casa enorme, de esas que salen en las revistas.
—Trae carros del año, ¡imagínate!

Doña Elena sonreía y respondía siempre lo mismo:
—Con eso me basta. Que esté bien.

Pero cada noche, antes de apagar su lámpara de petróleo, tomaba la vieja foto de Diego cuando tenía ocho años, embarrado de lodo pero sonriendo, y la besaba con cariño.

Un día, mientras una llovizna fina caía sobre el campo, un automóvil negro —un SUV enorme, brillante como una bestia urbana— se detuvo frente a la choza. De él bajó Diego, irreconocible: traje italiano, reloj que valía más que toda la huerta, y el cabello perfectamente arreglado. Pero sus ojos…
Sus ojos estaban apagados.

—Mamá —dijo con voz quebrada mientras se arrodillaba frente a ella—. Perdóname. No debí dejarte aquí. Quiero llevarte a vivir conmigo. A mi casa. Es grande, cómoda… tú mereces descansar.

Doña Elena sintió cómo las lágrimas le rodaban sin que pudiera detenerlas.
—Ay, hijo… yo nunca te pedí nada…
—Por eso mismo, mamá —dijo él, tomándole las manos—. Vámonos hoy. ¡Ya!

Diego insistió tanto que ella aceptó. Recogió tres mudas de ropa, la foto vieja y una cajita de madera con las últimas cartas de su esposo.

Durante el viaje hacia la Ciudad de México, Doña Elena miraba por la ventana como una niña perdida: luces, edificios altos, ruido constante… un mundo que le resultaba más ajeno que nunca.

La casa de Diego en Polanco era un monstruo de lujo: ocho pisos, ventanales interminables y un vestíbulo que parecía sacado de un museo. Pero el lujo no impresionó a Doña Elena tanto como la fría mirada de Mariana, su nuera.

Alta, elegante, perfectamente maquillada… pero con una expresión que no escondía nada.
Nada de alegría.
Nada de bienvenida.
Apenas una tolerancia incómoda.

La primera cena fue un silencio interminable. Mariana casi no levantó la vista del celular. Diego hablaba de contratos, clientes, viajes, pero cada vez que su esposa lo miraba, él se callaba.
Había algo extraño. Algo oscuro.

Doña Elena empezó a sentir un nudo en el estómago.
Ese no era el Diego que ella había criado.

Después de la cena, mientras Diego atendía una videollamada de “emergencia”, Mariana se acercó inesperadamente. Caminó con pasos suaves, medidos, como una pantera en un salón de lujo. Se detuvo justo frente a Doña Elena.

Su rostro, iluminado por las luces cálidas del comedor, era hermoso.
Pero su voz…
Su voz era hielo afilado.

—Disculpe, señora Elena… —dijo con una sonrisa tan falsa que dolía verla—. Necesito preguntarle algo.

Doña Elena, ingenua, sonrió de vuelta.
—Claro, hija. Dime.

Mariana ladeó la cabeza, como si estuviera evaluando una mercancía defectuosa. Luego, con un tono perfectamente neutral, soltó:

Doña Elena sintió un golpe en el pecho.
No fue una pregunta.
Fue una sentencia.

Mariana continuó, sin piedad:
—Diego no puede cargar con más gastos. Ya bastante tiene. Yo solo quiero saber cuánto tiempo piensa quedarse… para organizarnos.

La última palabra —organizarnos— cayó como veneno.
Como si la presencia de una madre anciana fuera un problema logístico.
Un estorbo.

Y entonces, Doña Elena entendió algo terrible:
Ella no había sido invitada a vivir allí.
Había sido tolerada.
Apenas.

Diego, su muchacho, el mismo niño que corría descalzo por el campo… estaba siendo controlado, presionado, quizás incluso manipulado. Lo vio en sus ojos durante la cena.
Él quería tenerla cerca.
Pero Mariana no.

Y en esa casa, era obvio quién llevaba el control.

Esa noche, Doña Elena no pegó un ojo.
Recorrió la casa enorme: pisos brillantes, arte moderno, estatuas frías… No había vida allí.
No había amor.
Solo apariencia.
Solo cálculos.

Cuando todo quedó en silencio, recogió sus cosas. Guardó la foto de Diego cuando era niño. La acarició un instante. Después escribió una nota con la letra temblorosa de los años:

“Gracias, hijo, por acordarte de mí.
Tu casa es hermosa, pero no es hogar para una vieja como yo.
Regreso a donde soy libre, a donde puedo respirar.
A mi casita de paja, donde todavía sé quién soy.”

Abrió la puerta con cuidado, como si temiera despertarlo.
Miró una última vez la enorme casa.
Y se fue.
Descalza.
Sola.
Pero con una paz que ningún mármol podía darle.

Al amanecer, Diego encontró la nota.
Y algo se quebró dentro de él.

Salió corriendo a la calle, desesperado, llamando a su madre como cuando era niño.
Pero Doña Elena ya iba lejos, rumbo al pueblo, con la frente en alto y el corazón libre.