Video Capítulo 50

“Está hinchándose rápido” – El ranchero levantó su vestido… y hizo algo que nadie puede imaginar.
Algunos hombres son quebrantados por la soledad; otros son forjados por ella. Silas Boon llevaba diez años viviendo solo en las montañas. Creía que se había convertido en algo demasiado peligroso para que cualquier mujer lo amara. Una sangrienta disputa lo había expulsado del pueblo, y la gente lo había marcado como un monstruo. Renunció a las personas, especialmente a las mujeres, y convirtió la vida salvaje en su única compañera.
Pero una mañana de primavera, al descender para abastecerse, se encontró con una insólita subasta en la iglesia. Mujeres eran ofrecidas en matrimonio a hombres que apenas conocían. Silas estaba a punto de pasar de largo cuando vio a Clara Win en el altar. Estaba siendo forzada a casarse con el banquero, un hombre que le doblaba la edad, para saldar las deudas de su padre. Algo se despertó en su interior. Algo que había dormido durante diez años.
Silas entró en la capilla. La tensión era palpable. “Diez años sin ver una mujer,” anunció con voz grave. El silencio se apoderó de la sala. Luego, besó a Clara, como si su vida dependiera de ello, y le dijo al predicador: “Cásenos ahora.”

I. La Muerte de la Dignidad y La Intervención
La escena en la taberna Golden Horn, en Dry Gulch, Nebraska, era un infierno terrenal. Clara Hayes había sido arrojada de rodillas al suelo de tablones. El olor a whisky, sudor y codicia era espeso. El tabernero, Harlon Blackwood, sonreía. “¡Treinta dólares para abrir! Esta está intacta. Pura como rocío matutino.”
Clara, de dieciocho años, estaba magullada y temblaba. Intentaba cubrirse mientras suplicaba con sus ojos un alma caritativa. No había ninguna; solo hombres que la veían como carne, como un premio.
“Setenta y cinco,” irrumpió una voz grave.
Todos se giraron. Allí, en el umbral, estaba Levi Thornton (Silas Boon). Acababa de vender su ganado y llevaba suficiente efectivo para escribir un error.
Blackwood, atónito, aceptó el dinero. “Es tuya.”
Silas avanzó. Desató sus ataduras y la envolvió en su duster de lana. Sus ojos se encontraron con los de ella: en su mirada, él vio algo que no había visto en años, una fe tan frágil como el hielo.
Clara tropezó a su lado, medio aturdida, medio aterrorizada de que todo fuera un truco. ¿Por qué un ranchero solitario gastaría todo lo que tenía para comprar a una mujer que ni siquiera conocía?
II. El Primer Beso y El Miedo a Ser Vista
Cabalgando fuera de Dry Gulch, Clara se sentía como una fugitiva. Se aferró apenas al duster de Levi. El aire estaba inmóvil, cargado de sospecha. Cuando se detuvieron para beber, ella le arrojó el vaso.
—¡Me compraste! ¿Crees que no sé lo que viene ahora? —No soy como esos tipos —dijo Levi, con voz plana. —No te compré. Compré tu libertad.
A pesar de sus palabras, Clara se sentía marcada. Sabía que su pasado en el burdel Nido de Urracas y la marca de fuego en su hombro la perseguirían.
Llegaron a la cabaña de Levi, un hogar modesto, construido con esfuerzo y cuidado. —Te pagué —dijo Clara, con la voz quebrada. —Ahora hazlo. —No —respondió Levi, con firmeza. —No te compré. Compré tu libertad.
Él le dio ropa limpia, comida y una cama de verdad, y se quedó durmiendo erguido en un sillón junto al fuego, con el rifle sobre las rodillas. Él no la tocaba. Él la protegía.
Una noche, ella se sentó junto al fuego y le susurró: —¿Crees que soy sucia? —No dije eso. —Deberías haberme dejado morir. Es lo que merecía.
Levi se levantó, empujando la silla con fuerza. —No te toca decidir eso. Estás viva. Así que come, descansa y deja de hablar de morir.
Ella le mostró la marca de fuego en su hombro: una ‘M’ profundamente quemada. Levi reconoció el símbolo de “El Nido de Urracas”, un burdel que marcaba a las mujeres como propiedad. Él había visto la marca en el cuerpo de una chica muerta sacada del río años atrás.
—Huí de allí —confesó ella—. Apuñalé al juez que pagó por una chica. Fallé en su corazón, pero lo llamarán asesinato.
La ley la perseguía. Si él la protegía, se convertiría en un fugitivo.
—Si sales por esa puerta, te congelarás o te colgarán antes del amanecer. De cualquier modo, te perdería —dijo, la voz dura. —Así que no, no te vas.
La había elegido. El silencio entre ellos ya no era miedo; era confianza.
III. El Juramento en la Tormenta
La cabaña se convirtió en un refugio. Él clavó postigos en las ventanas; ella remendó su ropa y aprendió a manejar su rifle. El frío no era tan peligroso como la ley.
Tres días después de que la ventisca cesara, el peligro regresó. Humo se elevaba sobre las colinas. Eran jinetes. Eran los hombres de Sharif Grady, el sheriff corrupto de la ciudad.
—¡Vienen! —susurró Cora. —¿Quiénes son? —Grady. La ley me persigue, y a cualquiera que me ayude.
Levi cargó balas en su rifle. El peligro ahora tenía rostro. Grady se acercó, su abrigo con escarcha, su placa brillando. —Sé que tienes a una chica marcada, Tate. Entrégala y olvidaré que vine.
—No es propiedad —dijo Levi a través de la puerta—. No más.
Grady pateó la puerta, y el disparo de Levi, certero, resonó en el valle. La cabaña se llenó de humo. Ella se movió instintivamente, rebotando balas. Ella había aprendido a luchar. Ella no era una víctima, sino una guerrera.
El enfrentamiento terminó con un silencio pesado. Grady, herido, tropezó fuera, jurando venganza.
Esa noche, sentados al lado del fuego, Clara miró a Levi. —Podrías haberme aprovechado de mí. Cualquiera lo habría hecho. —No soy ese tipo de hombre —dijo Levi.
Luego, con una voz apenas audible: —Te amo. Lo dijo, sin pensarlo, sin planearlo, porque era la verdad. El dolor, la pérdida, el amor que no tenía derecho a existir, pero lo hacía de todos modos.
Ella tomó su rostro entre sus manos y lo besó. No era miedo, no era gratitud. Era todo.
IV. La Última Palada de Tierra
El amanecer rompió sobre las colinas. Decidieron cabalgar hacia el norte.
Pero el día del juicio llegó antes. Grady, recuperado, regresó con una docena de hombres y un abogado. Habían arrestado al juez que Clara apuñaló, y tenían testigos falsos. La ley estaba de su lado.
En el juzgado, el abogado acusó a Clara de intento de asesinato. Cuando le tocó testificar a Levi, su voz no era la de un hombre con miedo. Era la de un hombre que había encontrado algo por lo que luchar.
—Yo soy el marido de Clara. Y si tiene que ir a la cárcel, yo iré con ella.
Clara lloró. En ese momento, el amor fue la verdad más grande. El juez, conmovido por la historia de la pareja, decidió posponer el juicio y ordenó una investigación.
Un mes después, el juez dictaminó: La venta de Clara era ilegal, las acusaciones contra Levi eran dudosas, y las pruebas contra Clara eran circunstanciales. Ella era libre.
Clara y Levi no regresaron a la cabaña. Vendieron la tierra y se mudaron al norte, a un territorio donde nadie conocía sus nombres. Compraron un pequeño rancho. La casa era pequeña, pero el amor llenó el vacío.
Una noche, mientras la lluvia susurraba, Clara se sentó en el regazo de Levi. —Diez años sin ver una mujer —susurró. —Y ahora, tienes una para siempre.
Él sonrió, su barba gris rozando su cuello. —La vida es irónica. Pero nos dio una segunda oportunidad, y esta vez, no la desperdiciaremos.
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