Acaban de encontrar sin v1da el hijo del famo… Ver más

Capítulo 1: La Rutina y el Sol
Eran poco más de las doce del día y el sol de la Ciudad caía a plomo, de ese que te quema la nuca y te pone de malas. La jungla de asfalto estaba como siempre: un desmadre de cláxones, humo de diésel y gente con prisa por llegar a ningún lado.
—¡Ámonos, güey, que se nos hace tarde pa’ la chamba! —le grité a Beto, mi carnal de toda la vida, mientras me ajustaba el casco.
Beto, siempre tranquilo, solo sonrió y le dio una palmada al asiento de nuestra fiel motoneta. La “Poderosa”, le decíamos de cariño. Una maquinita humilde, pero guerrera, con la placa OYI-49G que ya conocía cada bache de esta ciudad. No teníamos mucho varo, la neta, pero con esa moto sacábamos para los gastos, para la renta y para echar taco.
Nos subimos. Yo iba manejando ese día. Sentir el viento, aunque fuera caliente y lleno de smog, siempre daba una sensación de libertad que el metro o el camión nunca te dan. Íbamos bien, sorteando el tráfico sobre la avenida principal, zigzagueando entre coches parados y mentadas de madre. Todo era normal. Rutina pura.
Hasta que dejó de serlo.
Capítulo 2: El Crujido del Destino
No sé de dónde salió. Te lo juro por mi jefecita santa que no lo vi venir.
En un segundo estábamos avanzando, y al siguiente, el mundo se nos vino encima. Literalmente. Una sombra blanca, gigantesca, apareció por el lado derecho. Era un camión de carga, un JAC, pesado y ciego, cuyo conductor probablemente iba distraído con el celular o simplemente le valió madre el semáforo.
El sonido fue lo peor. No fue un golpe seco, fue un crujido. Como si estuvieran triturando huesos y metal al mismo tiempo. ¡CRAAACK!
Sentí el impacto lateral, una fuerza brutal que me arrancó del manubrio. Volé. No sé cuánto tiempo estuve en el aire, quizás milisegundos, pero pareció una eternidad. Cuando aterricé, el pavimento me recibió con su dureza y su calor abrasador. Rodé un par de veces hasta que el instinto me hizo detenerme.
Me dolía todo el cuerpo, la adrenalina me zumbaba en los oídos, pero mi primer pensamiento no fue para mí.
—¡Beto! —grité, con la garganta seca por el susto y el polvo.
Me levanté como pude, tambaleándome, ignorando el dolor agudo en mi pierna derecha. Y entonces vi la escena. La escena que me va a perseguir en pesadillas por el resto de mis días.
Capítulo 3: De Rodillas ante la Tragedia
Nuestra “Poderosa” ya no existía. Estaba incrustada, masticada bajo la defensa delantera del monstruo blanco. El camión se había detenido, por fin, después de arrastrarla varios metros. El conductor del camión ni siquiera se había bajado todavía, paralizado quizás por el miedo o la culpa.
Pero mi vista buscaba otra cosa. Buscaba a mi hermano.
—¡Beto, no mames, contéstame! —Grité de nuevo, el pánico empezando a estrangularme.
Y lo vi. Estaba tirado justo delante de la moto destrozada. Inmóvil. El casco negro que le había prestado había rodado unos metros más allá, inútil ahora.
Corrí hacia él. No me importó que los coches de los otros carriles siguieran pasando, no me importó el riesgo. Llegué a su lado y el mundo se detuvo por segunda vez.
Beto estaba boca abajo. Había sangre. Mucha sangre en el asfalto gris. No se movía.
Mis piernas, que habían aguantado el golpe y la carrera, finalmente cedieron. No por el dolor físico, sino por el peso insoportable de la realidad. Caí de rodillas justo ahí, en medio de la avenida, al lado de su cuerpo inerte. (Es el momento exacto que alguien capturó en esa foto, el círculo rojo de mi desesperación).
Me incliné sobre él, sin atreverme a moverlo porque uno sabe que eso puede ser peor. Junté mis manos, no sé si para rezar —hacía años que no pisaba una iglesia— o simplemente para suplicarle al universo que esto fuera una broma pesada.
—¡Carnal, por favor, no te vayas! ¡Aguanta, güey, aguanta! —mis lágrimas empezaron a caer, mezclándose con el sudor y la mugre de la carretera—. ¡Abre los ojos, cabrón, no me dejes solo con este pedo!
Capítulo 4: La Espera Infernal
La gente empezó a rodearnos. El morbo es el deporte nacional. Escuchaba voces lejanas: “¡Llamen a una ambulancia!”, “¡Ya valió madre!”, “¡Grábalo pal’ Face!”.
Sentí una mano en mi hombro. Era un señor con cara de preocupación.
—Ya vienen los paramédicos, joven. Tranquilo. No lo muevas.
Tranquilo. ¿Cómo chingados me pedía que estuviera tranquilo? Mi mejor amigo, mi hermano, se estaba desangrando en el pavimento caliente mientras el culpable seguía encerrado en su cabina de camión.
La rabia me invadió por un segundo. Quise levantarme, ir al camión, bajar al chofer a chingadazos y hacerle pagar ahí mismo. Pero la debilidad pudo más. Volví a mi posición, de rodillas, humillado por la vida.
Me quité mi propio casco y lo aventé a un lado con frustración. Me incliné más, pegando mi frente casi al suelo, cerca de la cabeza de Beto. Podía escuchar su respiración. Era débil, sibilante, como si le costara un mundo jalar aire.
—Te prometo que vamos a salir de esta —le susurré al oído, aunque no sabía si me escuchaba—. Vamos a arreglar la moto, güey, y nos vamos a ir a la playa como queríamos. Pero no te rindas ahora. ¡No te rindas!
Cada segundo era una tortura. El sonido lejano de una sirena se convirtió en mi única esperanza. El sol seguía quemando, indiferente a nuestra desgracia.
Ahí, arrodillado en el asfalto, entendí lo frágiles que somos. Un segundo estás planeando tu día, y al siguiente eres solo una estadística más en las noticias de la tarde. El asfalto no perdona errores, ni propios ni ajenos.
La sirena se escuchaba más cerca. Levanté la vista al cielo, o a lo que se podía ver de cielo entre el smog, y lancé una última plegaria muda mientras la sombra de la ambulancia finalmente nos cubría. La lucha apenas comenzaba.